Celebrar a la española: “Los embajadores de Francia y Gran Bretaña visitan la corte castellana (1460)”

A cargo de la Prof. Martina Diaz Sammaroni (UNMDP)

A diferencia de su padre, Enrique IV ha sido considerado un Rey poco afecto a la actividad ceremonial, así como a la participación en cualquier evento social que demandara el contacto con mucha gente. En consecuencia, son pocas las festividades que se relatan, pero, a pesar de la irremediable escasez, contienen detalles muy relevantes que analizaremos a continuación.

Uno de los episodios que narra su cronista Diego Enríquez del Castillo, es la visita de un embajador enviado por el Duque de Bretaña con la misión de pedir confederación y alianza. El Rey, muy contento, lo recibió gustoso, mandando a hacer una gran fiesta en su casa del bosque a dos leguas de Madrid, en un lugar conocido como “El Pardo”, “muy deleytoso y dispuesto, así por la espesura de los montes que alrededor avia, como por los muchos animales que dentro del sitio estaban”.

Allí todo fue bien acondicionado, con ricos ornamentos, accesorios de caza y aparadores «con más de mil marcos dorados». El evento tuvo una duración de cuatro días. En la primera jornada fue organizada una justa de veinte caballeros, diez de cada parte, todos con paramentos y atavíos.1 El premio era una pieza de brocado y otras dos de terciopelo carmesí para quienes mejor lo hiciesen.

El segundo día corrieron todos a caballo y después jugaron a las cañas, con una participación de más de cien caballeros, entre los que figuraban los nobles y ricoshombres más importantes del reino, todos con jaeces2 dorados y hermosos atavíos. Al día siguiente, según los datos ofrecidos, fue dispuesta una gran montería en donde se mataron muchos y diversos animales «bravos y peligrosos». Para estas festividades, el Rey hizo muchas mercedes de dinero, brocados, sedas, paños y singulares enforros3 de martas, armiños, grises y veros4 no solamente a la Reina, a sus damas y a los principales de su Corte, sino también a sus criados, servidores y a los otros nobles caballeros que le seguían.

Por su parte, en el cuarto día, los reyes comenzaron a preparar su retorno. Así pues, para despedirlos con solemnidad, el mayordomo Beltrán de la Cueva organizó un paso a mitad de camino de la villa. Para ello mandó a colocar una tela barreada alrededor de una de las puertas por donde debían entrar todos los invitados que venían de «El Pardo». Allí los estaban esperando «ciertos salvajes» que no consentían dejar pasar a los caballeros y gentiles hombres que llevasen damas de la rienda, sin antes hacer con ellos seis carreras. Si osaban oponerse a justar, debían dejar el guante derecho. Había, al lado, una tela con un arco de madera bien entallado, con letras de oro muy bien obradas: el hombre que quebrara tres lanzas, debía ir hacia el arco y tomar aquella que comenzase con el nombre de su amiga. Había también tres cadahalsos altos, una para que comiesen y mirasen el Rey y la Reina con sus damas, además del Embajador, y otro para los jueces de justicia.

La comida que se dio a todos fue muy suntuosa, en gran abundancia y servida con mucho orden. Esta fiesta duró desde la mañana hasta la noche y, como aquel Paso fue memorable, mandó el Rey a que se construyera un Monasterio de la Orden de San Jerónimo, mejor conocido como “San Jerónimo del Paso”. Así pues, luego de pasar unos maravillosos días, el invitado inglés partió muy contento y sorprendido de la grandeza con la que había sido tratado.

Durante los veinte años de gobierno de Enrique IV, también en numerosas ocasiones fueron recibidos emisarios provenientes del reino de Francia, en su mayor parte con la misión de mantener la amistad entre ambos territorios a través de la firma y negociación de una serie de acuerdos. En el año 1462, uno de ellos, un caballero conocido como el Conde de Armeñaque, fue enviado a Madrid, a donde se encontraba el rey con su corte, con el objeto de conservar la hermandad y antigua confederación que siempre los había unido con la casa real de Castilla. Tras la muerte del Rey Carlos de Francia, su primo Luis, deseaba sostener la misma política diplomática. De esa manera, cuando Enrique IV supo de su inminente llegada, enseguida organizó una recepción digna de una persona de su honra, así como grandes fiestas en las que fue tratado con mucho amor. Entre ellas, el Arzobispo le presentó mil fanegas de trigo, mil de cebada, mil cántaras con vino, mil pares de gallinas y cuarenta pavos que fueron llevados a su despensa.

Sucedió que, estando allí el Conde, nació Doña Juana, hija de Enrique IV, tras un parto complejo, pero exitoso. Bajo esas circunstancias, fueron orquestados nuevos festejos por todo el reino, así como juegos de cañas, corridas de toros y grandes justas. Pasados ochos días, fue celebrado el bautismo, a cargo del Arzobispo de Toledo, en la capilla dentro del palacio real. Los padrinos de la niña fueron el Marqués de Villena y el emisario francés, lo que permite entrever el profundo afecto que le tenía el monarca castellano. Según Edward Muir (2001), el padrinazgo se convirtió en una de las instituciones sociales más importantes de la Europa cristiana, pues daba a pie a poderosas asociaciones, así como ampliaba el rango de influencia y protección de una familia. Por su parte, el bautismo, como rito de transición del mundo del pecado al de la salvación, era fundamental para la incorporación de un individuo a la comunidad de creyentes y servía, a la postre, para determinar su identidad social y dotarlo de “parientes espirituales” que velasen por su cuidado y lo educasen en el camino de la fe.

De igual manera, algunos años después, con motivo de conseguir que Enrique IV se entrevistara con el Rey francés para mediar en los debates del Principado de Cataluña con el Rey Don Juan de Aragón, fue enviada una nueva embajada. De inmediato fue organizada una magnífica fiesta en la que tanto la reina como sus damas ocuparon un lugar muy especial. Luego de que los caballeros de la corte bailaran con ellas, el anfitrión, para que el invitado recibiera mayor honra, quiso que éste danzara la “baxa é la alta” con su esposa. Honrado con semejante gesto, el embajador hizo un voto solemne frente a ellos de que nunca jamás volvería a danzar con otra dama luego de haberlo hecho con “tan alta Señora”. Por los datos que ofrece el cronista, sabemos que Doña Juana de Portugal era una mujer muy bella y graciosa para la época, razón por la cual, entre todas las damas que podrían haber ocupado su lugar, el monarca castellano la eligió sin vacilar demasiado.

En síntesis, como podemos observar, la excelsitud quedaba reservada únicamente para los suyos, pero no para su persona. Juan II, a diferencia de su sucesor, era un aficionado a las festividades caballerescas, de las que participaba de manera activa. Enrique IV, por su parte, prefería disfrutar como espectador antes que protagonista. Ahora es su turno: ¿con quién se sienten más identificados/as?

Fuente

De Flores Barrera, J.M. (1787). Crónica del Rey D. Enrique el quarto de este nombre por su capellan y cronista Diego Enriquez del Castillo. Imprenta de D. Antonio de Sancha.

Bibliografía

  • Muir, E. (2001). Fiesta y rito en la Europa Moderna. Universidad Complutense de Madrid.

Notas:

1 Compostura y adorno, https://dle.rae.es (Consultado el 04/03/21).

2Adornos de cintas con que se entrenzan las crines del caballo, https://dle.rae.es (Consultado el 04/03/21).

3 Hoy en desuso, forro o cubierta con que se reviste algo, https://dle.rae.es (Consultado el 04/03/21).

4 Esmaltes que cubren el escudo, en forma de campanillas alternadas, unas de plata y otras de azur, y con las bocas opuestas, https://dle.rae.es (Consultado el 04/03/21).

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