por Nicholas Foy
«Hallazgos análogos en otras partes de la región, principalmente en el Sur de Francia y en la propia España, llevaron a renombrados arqueólogos del momento a retractarse de sus anteriores posturas que habían ridiculizado al santanderino y sus supuestos.»
Profundo en la cueva de Altamira, numerosos bisontes custodian un espacio ancestral que hoy nos es inaccesible. Curiosamente, fue la valoración de este sitio y la consecuente cantidad de visitantes recibidos durante años que han causado su cierre al público general, una de las tantas medidas tomadas para su preservación. No obstante, esto no ha sido así desde el principio. La cueva, ubicada en la comunidad de Cantabria, oculta no solo algunas de las pinturas prehistóricas más estimadas de la historia del arte, sino también la historia de su descubrimiento.
Marcelino Sanz de Sautuola, jurista santanderino y dueño de las tierras en el momento del hallazgo de la cueva, es considerado en la actualidad como su gran descubridor. La visitó por primera vez en 1875, pero fue recién cinco años después que su hija María halló en ella las figuras pintadas en los muros y el techo. Mientras hoy en día reconocemos el carácter prehistórico de estas pinturas y su incalculable valor patrimonial, Sautuola pasó largos años de su vida tratando de convencer a sus contemporáneos de aquello.
Hallazgos análogos en otras partes de la región, principalmente en el Sur de Francia y en la propia España, llevaron a renombrados arqueólogos del momento a retractarse de sus anteriores posturas que habían ridiculizado al santanderino y sus supuestos. En 1902, en un escrito subtitulado Mea culpa d’un sceptique (Mea culpa de un escéptico), el francés Cartailhac reivindicó la desacreditada reputación de Sautuola, quien lamentablemente había fallecido sin su debido reconocimiento cuatro años antes. De allí en adelante, su memoria perdurará como uno de los grandes descubridores de la historia.
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