A cargo de la Prof. Martina Diaz Sammaroni (UNMDP)
En julio del año 1431, durante el reinado de Juan II de Trastámara, tuvo lugar la batalla de la Higueruela. Ambiciosa en sus objetivos y de notables dimensiones, esta exitosa empresa bélica pasó a la historia como una de las más memorables del dignatario castellano, habilitando un ciclo festivo muy especial. No obstante, este no fue de ningún modo inocente en sus intenciones pues, tal como sostiene José Manuel Nieto Soria (2010) más que celebrar el triunfo político, lo que se buscó fue transmitir ciertas imágenes para crear apariencias convenientes de las relaciones entre la monarquía, la nobleza y el resto del pueblo (p. 403). Sobre todo, si tenemos en cuenta que el reino de Castilla estaba atravesando un momento muy particular. El citado enfrentamiento entre nazaríes y cristianos, corrió paralelo al ascenso del poder y enaltecimiento de la figura de Don Álvaro de Luna y al declive de la posición de los infantes de Aragón, denostados por sus viles actos contra la integridad de la Corona.
En los hechos, el Condestable asumió un papel central. Inmediatamente después de su boda en segundas nupcias con Doña Juana Pimentel, hija de Don Rodrigo Alfonso Pimentel, Conde de Benavente, le rogó a su señor que le diese licencia para ir a guerrear contra los moros, acción que el cronista se encargó de destacar para evidenciar que la vocación de servicio pesaba más que el deseo de descansar y disfrutar de su vida de recién casado. Así pues, en marzo partió para la frontera con el objeto de servir a Dios y al Rey y hacer daño a los “enemigos de la Santa Fe”.
Las ceremonias llevadas a cabo en torno a la batalla comenzaron y terminaron en la ciudad de Toledo. Allí hizo su entrada el Rey, el 15 de abril, luego de haber pasado unos días en Escalona. Sobre esta base, la crónica del Halconero nos brinda detalles del itinerario que siguieron. Al jueves siguiente, en el espacio de la noche, el monarca veló sus armas y pendones delante del altar de la Catedral de Santa María del Pilar. Al otro día, viernes, oyó misa rezada y bendijo la espada y la cota de armas de su estimado privado, quien inmediatamente partió para Córdoba, donde le fue hecho un “solemne recibimiento”. Allí juntó a 1500 rocines jinetes de Andalucía, que se sumaban a los restantes 1500 que ya lo acompañaban junto a 5000 peones. Con él iban Pedro Ponce de León, señor de Marchena; Ruy Díaz de Mendoza, mayordomo mayor del Rey; Diego de Ribera, adelantado de Andalucía; Fernán Álvarez, señor de Valdecorneja; Don Juan Ramírez de Guzmán, comendador mayor de Calatrava; el mariscal Diego Fernández, señor de Baena; Alfonso de Montemayor, señor de Alcaudete y Martín Fernández de Córdoba, alcalde de los donceles, junto a sus hijos Diego Fernández y Alfonso de Córdoba.
El contexto no podía ser más excitante: la guerra se podía sentir en el aire… y en la tierra. Según el registro del cronista, estando Juan II en su alcázar en Ciudad Real, en vísperas de la fiesta de San Marcos, el martes 24 de abril, se sintió un gran temblor. Al principio parecía que “caían piedras del cielo” y luego se levantó un terremoto propiamente dicho, entre la hora de nona y vísperas, cuya consecuencia fue la caída de dos almenas del edificio. Tan profundo fue su alcance, que se sintió en varios lugares del reino, incluso en Madrid, donde se encontraba el Príncipe Don Enrique, quien, ante tal inquietante suceso, fue tomado en brazos de su maestro Lope de Barrientos y trasladado desde la torrecita de la huerta donde se encontraba, hasta el “patín del Alcázar”.
El 11 de mayo el rey castellano se unió a sus hombres –reunidos bajo la tutela de Álvaro de Luna– en la ciudad de Córdoba, pero la coincidencia duró sólo unas horas, puesto que este último continuó su camino a hacer la guerra. Mientras tanto, unas semanas después, el 3 de junio, en la Iglesia de Santa María, el monarca mandó a publicar una bula de cruzada del Papa Martín V, para luego bendecir un pendón blanco y una cruz colorada. Quien estuvo a cargo del oficio fue Don Diego de Fuentesalida, obispo de Ávila y del sermón el Fray Jhoan de Corral, maestro de la Orden de Santo Domingo. La imagen que se relata en la crónica es sumamente táctil y visual: cuando terminaron de alzar el pendón, el rey junto a entre cuarenta y cincuenta caballeros, se pusieron una pequeña cruz en el pecho, como símbolo de devoción.
El 1 de julio, finalmente, cerca de un pueblo que se llama Elvira, tuvo lugar la gran batalla. Según los datos ofrecidos por la documentación, con la ayuda del apóstol Santiago, los moros fueron vencidos y desbaratados, dejando un saldo de entre 10.000 y 12.000 muertos. Juan II recorrió el campo hasta casi el amanecer y, una vez que certificó que los enemigos estaban encerrados en la ciudad de Granada, mandó a su Halconero, Pedro Carrillo de Huete, que fuese al Real y preparase una procesión que fuera a recibirlo hasta la puerta del Palenque. En efecto, todos los hombres que allí estaban, marcharon cantando a viva voz el Te Deum Laudamus, al tiempo que el rey descabalgó, adoró la cruz y dio gracias a Dios por la victoria.
Desde ahí comenzó la vuelta a Castilla. El 20 de julio llegó una vez más a Córdoba, donde fue recibido con gran solemnidad y alegría, por la buena ventura que el Supremo le había dado. Por su parte, el ciclo ceremonial se cerró el 28 de agosto, con la entrada en la ciudad de Don Juan, dónde lo estaban esperando para ir a comer los hombres más virtuosos de la ciudad. Los alcaldes y regidores tenían ordenado un cadalso de madera bien alto, cubierto con paños franceses, al que subió el monarca con catorce caballeros vestidos con una librea1; ropas muy ricas de escarlata colorada que les llegaban hasta el suelo, con grandes capirotes2 forrados de terçenel3 del mismo color. Enseguida todos se pusieron de rodillas y el alcalde de justicia Gonzalo Fernández, dispuso una arenga a modo de alabanza y agradecimiento a Dios por la victoria de su señor contra los adversarios.
Luego llegó la procesión desde la Iglesia mayor, ordenada y muy rica de imágenes y de muchas reliquias. Cuando pasó, el Rey descendió del cadalso y se puso el paño que le tenían preparado las autoridades, el cual era de oro brocado, con detalles bordados en plata y sed en las mangas. De allí se movieron hasta la puerta de la huerta, donde se hallaba un estrado cubierto de un paño y una cruz de oro que Don Juan adoró para luego elevar una oración, entregar dos pendones que traía y así iniciar la procesión por las calles. Según lo que dice el cronista, el sol no se podía ver de la cantidad de paramentos de sarga4 bordados y paños verdes, rojos, azules y blancos que colgaban de las paredes, fachadas y ventanas. Finalmente fueron alabando a Dios con mucha alegría durante todo el camino hacia la Iglesia, que duró cerca de dos horas. Todo este relato evoca una gran experiencia sensorial, sobre todo visual y táctil, dispuesta en estrecha relación con la intención manifiesta de visibilizar el poder, lo que significaba un verdadero triunfo político (De Andrés Diaz, 1984, p. 48). Esta fue una oportunidad sin igual para que el Rey reforzara el lazo de lealtad y sumisión con sus súbditos, en un contexto de fuertes conflictos con algunos sectores de la nobleza y con los reinos lindantes de Aragón y Portugal, que exigía una imagen de fortaleza y solidez.
Fuente
- Carriazo, J. (Ed.) (1940). Crónica de Don Álvaro de Luna. condestable de Castilla y maestre de Santiago. Espasa-Calpe.
- Carriazo, J. (Ed.) (2006). Crónica del Halconero de Juan II. Pedro Carrillo de Huete. Marcial Pons.
Bibliografía
- De Andrés Díaz, R. (1984). Las entradas reales castellanas en los siglos XIV y XV, según las crónicas de la época. En la España medieval, Nº 4, 47-62.
- Nieto Soria, J. M. (2010). El ciclo ceremonial de la batalla de la Higueruela (1431). Estudios de Historia de España, XII, 389 – 404.
- Ruiz Jiménez, J. (2017). «Sonidos en la Batalla de la Higueruela (1431)», Paisajes Sonoros Históricos, ISSN: 2603-686X. http://www.historicalsoundscapes.com/evento/743/granada/es.
Notas:
1 Traje que los príncipes, señores y algunas otras personas o entidades dan a sus criados; por lo común, uniforme y con distintivos, https://dle.rae.es
2 Capucha antigua con falda que caía sobre los hombros y a veces llegaba a la cintura, https://dle.rae.es
3 Tela de seda sin brillo y de más fuerza que el tefetán. Su utilidad era para la confección de sobre todo forros, además de banderas, estandartes y cortinas, http://www.um.es/lexico-comercio-medieval.
4 Tela cuyo tejido forma unas líneas diagonales, https://dle.rae.es