A cargo de la Prof. Martina Diaz Sammaroni (UNMDP)
Uno de enero, dos de febrero, tres de marzo, cuatro de abril, cinco de mayo, seis de junio, siete de julio ¡San Fermín! Cada julio, del día seis al catorce, Pamplona se viste de blanco y rojo: la alegría toma las calles y se respira la euforia de una multitud que espera ansiosa compartir unas jornadas de puro disfrute. Todos los años, esta festividad reúne a miles de personas provenientes de distintas partes del globo, deseosas de experimentar con el cuerpo y con el corazón, este evento que despierta pasiones. ¿Será el color rojo de los pañuelos, o la adrenalina que corre por las venas cada vez que se aproxima un toro, lo que atrae las miradas ansiosas de los curiosos? ¿O quizás es el espíritu pseudo-carnavalesco que guía a los locales, lo que ha inspirado a autores como Ernest Hemingway a escribir sobre esta gran fiesta?
Y es que a la fiesta la hace su gente. Si de eso se trata, los hombres y las mujeres de Navarra saben bien cómo animar el ambiente. Las jornadas de San Fermín habilitan la metamorfosis entera de la vida de la ciudad: la invitación a divertirse corre paralela e inexorablemente a la necesidad de interrumpir las labores y las costumbres cotidianas. Su veta popular permite que los espectadores se vuelvan protagonistas y tomen las calles. La algarabía despierta el sentimiento de comunión, de manifestación de los deseos, expectativas y anhelos de una comunidad que comparte una misma identidad, respeta sus raíces y las honra.
En su origen, la conmemoración a San Fermín, co-patrono de Navarra1, tenía lugar en octubre, pero, en el año 1590, el Ayuntamiento de Pamplona solicitó el traslado de la fecha al siete de julio, tras lo cual se unieron las ferias comerciales de aquel lugar y las corridas de toros tradicionales que se realizaban para entretener a la gran cantidad de gente que asistía a aquellos eventos. Estas tres celebraciones independientes se fusionaron, un año después, en 1591, para terminar de condensar la fiesta objeto de nuestro análisis. ¿Cuál fue entonces el motivo del cambio en el calendario? Nada más y nada menos que el magnífico clima de verano.
En consecuencia, la Iglesia hizo coincidir la festividad religiosa con el encuentro de mercaderes, vecinos y curiosos que tenía lugar en ese mes en Pamplona. No obstante, el auge de los festejos lo marca el siglo XVII, con elementos de continuidad en los doscientos años siguientes. La apertura a nuevas formas vino de la mano de los cambios que introdujo el siglo XX, merced a la masificación de los actos, la integración de la mujer y el descubrimiento de la potencial veta comercial que podían llegar a tener estas jornadas.
Pasemos revista ahora al conocido itinerario que articula los festejos. Estos se inauguran oficialmente el día 06 de julio a las doce del mediodía, con el estampido estridente y rotundo del Txupinazo o Chupinazo, un cohete pirotécnico que evoca una experiencia única. La multitud apiñada, el roce de la piel, el olor a sudor, el calor en ascenso, el sabor de la sangría, el champagne y el vino y los quejidos sonoros de alguna víctima de aplastamiento, definen este momento. Es tan alta la temperatura y tan cerca se encuentran los cuerpos de unos y otros, que los vecinos, con su mirada jocosa desde los balcones, arrojan baldes de agua fresca para calmar la extenuación general. ¡Y que la fiesta continúe! En este punto, los asistentes toman el pañuelo rojo que tenían anudado en la muñeca o en algún bolsillo, lo exhiben al aire a viva voz al grito de «¡viva San Fermín, gora San Fermín!» y se lo atan al cuello, efervescentes y vigorosos.
Pero no todo es risa y jarana: el carácter religioso distingue al día siete de julio, cuando, a partir de las diez de la mañana, una excelsa procesión, precedida por la imagen del santo, parte desde la Parroquia de San Lorenzo, con destino al casco histórico de la ciudad. Vestidos con trajes de gala, los integrantes de la Corporación municipal encabezan la muchedumbre junto a los clarineteros, maceros, timbaleros y gaiteros, quienes, al son de sus instrumentos, van marcando el ritmo del recorrido. Los acompaña la comparsa de gigantes y cabezudos —la atracción de los más pequeños— cuatro parejas de reyes que representan las partes del mundo conocidas en el momento en que nace esta tradición (siglo XVI): América, Europa, Asia y África. Por su parte, los cabezudos son una corte compuesta por el alcalde, el concejal, la abuela y una pareja de japoneses, además de seis kilikis, una suerte de conjunto antidisturbios que se dedica a mantener a raya a los infantes que osen tener una mala conducta, y seis zaldikos, mitad hombres, mitad caballos que colaboran con esta última tarea. Completa la comitiva la Pamplonesa, esto es, la banda municipal.
Así pues, la música pauta los momentos clave y lo invade todo: los denominados «momenticos» —pausas diversas en medio del camino para homenajear al santo— hacen de las voces de los cantores las verdaderas protagonistas. Las personas se detienen a oír estas plegarias y elevan otras para pedir por salud, abundancia, paz y amor, en pos de terminar el año de manera favorable y comenzar el que sigue de la mejor manera posible. Asimismo, la religiosidad a flor de piel es palpable en el primer tramo del emblemático y famoso «encierro», el acto principal de la festividad. En él, los aguerridos y valientes que van a correr delante de los toros, se disponen hacia la imagen del santo recitando un fragmento del Himno «A San Fermín pedimos, por ser nuestro patrón, nos guíe en el encierro dándonos su bendición».
Durante aquellos días, a las ocho de la mañana, seis toros y seis cabestros recorren un trayecto de entre 700 y 800 metros desde la cuesta de Santo Domingo hasta la Plaza de Toros. El origen de esta práctica se remonta a fines de la época medieval, cuando las manadas eran dirigidas por el gremio de los carniceros hacia el centro de la ciudad. No obstante, la costumbre de colocarse delante y no detrás de los animales, data del siglo XVI. Así, el cohete marca aquí una función primordial: es el demarcador espacio —temporal que guiará cada posta del recorrido.
Los asistentes hacen ejercicios de estiramiento y respiración. La concentración se puede ver en sus caras y semblantes. Con el primer estruendo se da inicio al encierro: los pastores alientan a la manada a salir del corral. Los ánimos se tensan y el calor sube por las mejillas advirtiendo un estallido de adrenalina: ¡a correr! El segundo sonido indica que los toros han abandonado el corral y se encuentran ya en las calles. Los más prudentes observan pasmados desde sus balcones cada paso que dan. La gente grita, algunos de felicidad, otros de terror. Hay quienes se caen, empujan, lastiman y lloran. Reina el descontrol. Son ocho cuadras de puro vértigo: nadie en su sano juicio desea ser alcanzado por ese animal robusto e imponente. Pero cuando queremos acordar… escuchamos el tercer cohete, aquel que indica que la manada ya está en la plaza y que las calles están despejadas. Por último, el cuarto sonido comunica que el peligro ha cesado: los concurrentes pueden volver a las aceras y ¡que siga la fiesta!
La gastronomía, luego de desafiar todos los límites, se vuelve la estrella de la hora. Es costumbre de antaño reencontrarse con la familia y los amigos, e ir por un abundante y rico desayuno en lugares como la churrería de la Mañueta. Ahora bien, si luego de ello, todavía las energías están bajas, mejor será almorzar algo más contundente, como algunos huevos con jamón, txistorra y tomate. Sin embargo, la espontaneidad de la era previa al internet, ha cedido su lugar a la rigidez de los tiempos de las redes sociales, causantes del abarrotamiento de gente que lucha y nada en un mar de reservas, gestiones y peleas para conseguir una mesa. Sin embargo, siempre se encuentra una vía para disfrutar de los platos tradicionales, venerados por los locales y un grato descubrimiento para los extranjeros.
Con la vibración de la canción «pobre de mí», el día catorce en la Plaza del Ayuntamiento, se dan por terminadas estas jornadas tan especiales. Los presentes se quitan el pañuelo y lo vuelven a guardar, esperando ansiosos la llegada del próximo año. Como en una clásica comedia musical en la que se corta la música y cada quien sigue con los suyo, los habitantes de Pamplona entienden que los días de jolgorio han terminado y que deben retornar a sus tareas y obligaciones. Será hasta el próximo julio que nos volvamos a encontrar.