A lo largo del tiempo, los retratos regios funcionaron como marcadores de la creciente implicación del Estado en la sociedad. Desde las toscas representaciones, casi cómicas, de las monedas de la Antigüedad hasta los perfiles realistas de los sellos de correos que las monarquías actuales emiten al comienzo de un nuevo reinado.

En la corte, los gobernantes, o sus efigies, ocuparon un lugar central en la legitimación ritual del poder monárquico. Mientras que en la administración los consejos deliberaron bajo la atenta mirada de estos retratos, en las relaciones exteriores formaron parte del repertorio de regalos diplomáticos y, a menudo, desempeñaron un papel importante en las negociaciones matrimoniales. La invención de la imprenta, a su vez, generó nuevas posibilidades, pues puso la imagen real al alcance de distintos sectores.

No obstante, las representaciones regias no se pintaron para ser contempladas aisladamente. Muy integradas en un género, se elaboraron en diálogo con las efigies de predecesores, otros miembros de la dinastía o compañeros de los monarcas. El objetivo central era evocar majestuosidad y, para lograrlo, estos retratos se apartaron en mayor o menor medida de la realidad. Las posturas, las vestimentas, los atributos, la escenografía, nada se dejó al azar. En el caso concreto de las princesas, las soberanas y las consortes, todas estas utilizaron dichas imágenes tanto o más que los hombres.

Este último aspecto se estudia en la reciente publicación de Mercedes Llorente y Juan Luis Blanco Mozo, denominada La imagen de las reinas Habsburgo españolas y su construcción durante el siglo XVII, obra en la cual distintos investigadores —tanto de Historia como de Historia del Arte— atienden a la dimensión política de los mismos cuadros reginales. Aquí, asumen en todo momento que su composición formal en ningún caso debe ser concebida como resultado de las decisiones estéticas del pintor que los firma, sino como la concreción de un meditado sistema simbólico.

Con una introducción elaborada por el historiador Luc Duerloo, el libro comienza con una investigación de Carmen García-Frías Checa, quien analiza aquellas cuestiones personales y políticas en torno a la reina Margarita de Austria, que influyeron en la creación de su imagen retratística.

Javier Portús Pérez, por un lado, estudia el tiempo durante el cual Isabel de Borbón fue reina, desde el punto de vista de las artes plásticas y el coleccionismo vinculados a la corte. Mercedes Llorente, por otro, explica cómo los formatos dinásticos y el ritual de la corte configuraron una iconografía que narraba la evolución de futura esposa a reina consorte de Mariana de Austria.

En el cuarto capítulo, Víctor Mínguez detecta que el matrimonio de Carlos II con su primera esposa, María Luisa de Orleans, ocasionó la mayor retratística nupcial, dado el momento cultural y artístico de esplendor que se vivió durante el último tercio del siglo XVII tanto en la corte de Madrid como en la de Versalles, además de razones puramente políticas.

Rocío Martínez López, en cambio, se centra en cómo los retratos reflejaron la posición de la archiduquesa María Antonia de Austria como posible heredera de la Monarquía española. Así, a lo largo de la vida de esta figura femenina, encuentra cómo cada uno de sus familiares más cercanos utilizó su imagen de manera diferente según sus propios intereses respecto a la herencia de Carlos II.

Luego, Cristina Igual Castelló examina la construcción de la imagen del poder de las reinas, en estrecha vinculación a la representación de su esposo, independientemente de la magnitud y particularidades que rodearon a cada serie de retratos regios. En el último capítulo, a través de las figuras de tres reinas consortes —Margarita de Austria, Isabel de Borbón y Mariana de Austria—, Almudena Ruiz del Árbol Moro trata la forma en la que el retrato de corte se sirvió de la iconografía ecuestre para reflejar —y justificar— la participación de estas mujeres en las esferas de poder y hacer eco de su participación en el proceso de gobierno.